Ya lo dice el diccionario de la Real Academia, el abrojo es una planta espinosa de la familia de las cigofiláceas, perjudicial para los sembrados. Lo malo del abrojo es que tiene una extraña cualidad que lo hace sumamente atractivo. A parte de los malditos espinos, que ocupan todo su cuerpo central, en él despunta una flor amarilla, perfectamente delineada, como si alguien se hubiera tomado mucho esmero en diseñarla. Seguro que las abejas se la disputan como candidatos a quedársela. De lejos dan ganas de aventurarse y saber de dónde viene toda esa belleza tan delicada, hasta que te topas con los espinos y la lías. La semilla que cae entre abrojos son las personas que han oído la Palabra de Dios pero que dejándose llevar por los afanes, riquezas y placeres de la vida, se quedan sofocados y no llegan a dar fruto maduro.
Cuántas palabras certeras dice el Señor en este ejemplo para que entendamos lo que significa caer entre abrojos. Personalmente me entusiasman las palabras consideradas en sí mismas. Dice el argentino Andrés Newman, ?me maravilla que al principio haya sido el Verbo Si un acto de habla había creado el sentido, si en las palabras había revelaciones, entonces amarlas implicaba un ejercicio de trascendencia?. Un bellísimo homenaje a la palabra como fuente de comunicación y de presencia de lo divino. También en Emily Dickinson tenemos a otra apasionada de la palabra escrita, sólo que ella decía mucho más de lo que cualquier otro ser humano es capaz de producir con las palabras, ?a veces escribo una palabra, y me quedo mirándola, hasta que empieza a brillar?. Es lo que deberíamos hacer con la frase de los abrojos del Evangelio de hoy. Leerla mucho hasta que empiece a brillar nítidamente en nuestra conciencia, y nos haga comprender hasta qué punto nos afecta.
Todo lo que supone entrar en el abrojo, los afanes, las riquezas y los placeres de la vida, son elementos circunstanciales de la existencia, no su cogollo. Divinizaros o darles una importancia excesiva es sofocarse. No es que el Señor prohíba toda esa retahíla de cosas, sino que sabe que nos harán daño, porque el corazón no tiene ese destino. Sin embargo, la flor del abrojo nos llama la atención, nos envisca, nos hace perder el juicio y nos enredamos, como niños torpes. Las palabras del Señor nunca son una amenaza, ni siquiera un aviso, sino la constatación de un camino equivocado del que nos quiere salvaguardar.
A ver si nos entendemos. Un día te dicen que tienes cáncer de páncreas, y en adelante te quedan veinte días de malvivir, ¿de acuerdo? ¿Cómo te van a ayudar ahora los afanes que te han mantenido en vilo durante años?, ¿todas esas riquezas, la casa de Galicia, el barco de Cádiz, el terrenito en Santander? Todas esas cosas están a años luz de tu nueva situación. ¿Y los placeres?, pues ya desvanecidos como un sueño lejanísimo. Sin embargo, como el Reino de Dios ya está aquí y vive entre nosotros, tiene cosas duraderas que jamás te abandonarán y que deberías elegirlas como modo de vida: la entrega incondicional a los demás, saber meter a Dios en tu pecho, escuchar al más necesitado hasta hacerlo tuyo, no repasar tus dineros, poner alegría donde el otro se deshace, buscar siempre la fidelidad, no externalizar tu conciencia delante del móvil. En todo eso, la flor del abrojo ya no está. Y tu vida comienza a tener peso.